En este viaje no contratamos ninguna excursión. Son caras y además ya habíamos hecho muchas en viajes anteriores (y no tenían demasiado atractivo). Pero lo que yo no me quería perder era una mañana de pesca.

     El agua estaba demasiado movida estos días de modo que elegí el domingo para pescar (el sexto día de estancia) con la esperanza de que amainara el viento. Y ciertamente algo se calmo pero aun soplaba lo suficiente como para tener que desmontar uno de los tangones separadores porque en cada ola chocaba contra el costado y amenazaba con romperse.

     Al final éramos 4 pescadores, un argentino que embarco con la mujer (de visitante), 2 rusos (a mi me parecían pareja) y yo, junto al pescador y al encargado del timón salimos sobre las nueve de la mañana rumbo a unas millas de la costa atravesando la barrera de arrecifes.

     Yo me coloqué de pie a la entrada del camarote y con los rusos sentados a mi izquierda y los argentinos en el costado de la derecha. Quizás por eso cuando entró el primer bicho el pescador me dijo que me hiciera cargo de la caña en la silla de combate.

     Un dorado precioso saltó a unos 30 metros del barco y comenzó a alejarse largando hilo. En poco mas de 15 minutos ya estaba temblando y boqueando dentro del barco. Me dolía el brazo derecho después del esfuerzo de modo que me refugie en el pequeño camarote con el trabajo cumplido.

     Esa mañana fue el único pez que picó. Los rusos se quedaron con las ganas y se refugiaron en el ron y el argentino bastante tenía ocupado con su mujer vomitando. Y sobre la una y media de la tarde estábamos de vuelta con un escaso botín de veintipocas libras y casi cien fotos recordatorias. Algunas de ellas son las que muestro.